CUENCOS TIBETANOS

Buenas, amig@s
Este cuento lo empecé a gestar en zumba. Al finalizar la clase,  tumbadas en nuestras colchonetas, nos relajamos. Nuestra profesora y amiga, Sandra, pone música relajante. Con los ojos cerrados, aquel día empecé a pensar, y de ello surgió mi próximo cuento. 
Os lo dedico a tod@s mis compañeros de zumba con quienes paso momentos muy divertidos y me ayudan a alejarme de la rutina diária. 
Un abrazo, amigos.


CUENCOS TIBETANOS

"La amistad está sobrevalorada −iba pensando sin levantar la vista del suelo−. Es una quimera. Siempre creí que me compensaría el ser fiel a mis amigos. Pero la vida no es así. Da igual que le conozcas desde hace 15 años. Para esa persona no tienes el mismo valor que ella para ti. Es una cerda. Ni siquiera ha tenido piedad. Sabe lo reciente que está mi ruptura con David y no le ha importado. Vaya ayuda tenía con ella. ¡Egoísta! ¡Envidiosa! No recuerda que yo sí la apoyé cuando lo de Iñaki".
Cristina no había tenido un buen día. Había discutido con su amiga íntima y esa amistad se había roto sin ningún atisbo de solución.
Se dirigió como cada tarde a su clase de zumba. En el gimnasio observó el efecto que producía la luz intermitente del único fluorescente que iluminaba el largo pasillo. Esa zona le causaba un miedo irracional y estaba deseando cruzarlo para llegar a su aula.
Ese día no bailó con ninguna ilusión. Los pasos se le olvidaban, no acertaba con la coreografía. Tenía la cabeza en otro lado y no dejaba de mirar al reloj que estaba encima de los espejos y cuyas manecillas parecían ir más despacio cada vez.
Cuando quedaban 5 minutos para finalizar la clase, la profesora puso música de relax y todos se tumbaron en las colchonetas. Cristina hizo lo mismo. Escuchó los «cuencos tibetanos», pero a ella no le producía ninguna sensación relajante, sino todo lo contrario. Ese sonido le daba malas vibraciones y sentía inseguridad. Se imaginaba una ciudad vacía, desierta, donde no había ningún atisbo de vida alrededor. Sin gente por las calles. Una ciudad muerta. Y ella allí, en medio de la gran urbe, volando.
La profesora al salir se quedó hablando con las alumnas y observo que Cristina estaba ausente.
−¡Cris! Hoy no es tu día. Has estado toda la clase sumida en tus pensamientos. ¿Estás bien? -le preguntó.

−No, hoy no es un buen día.
−Haz una cosa. Esta noche cuando te acuestes, ponte los «cuencos tibetanos». Te relajarán mucho y te sentirás mejor mañana.
−Es inútil. Esa música no me ayuda nada. Me da mal rollo.
−Inténtalo. Túmbate, escucha la música y dejarte llevar como si fueras a otro mundo. Flotando, olvidando de tu cuerpo y que sea tu alma la que viaje. En ese momento no pienses en cosas mundanas, ni en problemas. Solamente en que tu espíritu flota y se llena de esa música.
Cristina se fue a casa poco convencida y le dio pereza seguir la recomendación de su monitora. Se tomó una pastilla que le ayudase a conciliar el sueño y dejó que la melancolía le inundase.
El día siguiente le fue igual de mal que el anterior. Y el ambiente no mejoro. Su jefe la ridiculizó delante de todo el mundo por un error que había cometido y a la hora del café sus compañeros no la avisaron para desayunar.
Se encerró en el baño y dejó que las lágrimas brotasen. Un dolor en el pecho la desgarraba, la pérdida de su familia recientemente y de su amiga, habían hecho mella en su alma. En el trabajo no era feliz. Muchas horas dedicadas a hacer algo que no le gustaba y por lo que no sentía ninguna satisfacción. Ni siquiera sus compañeros la consideraban una más. Lo único que tenía era el gimnasio, ir a correr algunas tardes, y ver la televisión en su casa después de cenar. Se dio cuenta de lo sola que estaba y tuvo que contener el llanto.
Cuando se repuso, cogió dinero y se fue a desayunar a una cafetería donde sabía que el resto de sus compañeros no estarían. Pidió un café, un zumo y un croissant a la plancha, buscando un pequeño placer que compensase la ansiedad que sentía.
Esa tarde, de camino al gimnasio pasó por un jardín lleno de flores, con el césped recién cortado y multitud de aves revoloteando. Se quedó unos minutos absorbiendo ese cúmulo de sensaciones. El olor de la hierba y la multitud de colores le dio una inyección de optimismo y decidió que cuando la monitora pusiera la música en clase, seguiría sus consejos. No quería dejarse llevar por la tristeza y el abatimiento.
Durante la actividad estuvo más motivada y era más consciente de su entorno. Se fijó en los rayos de sol que entraban por la ventana y en el trino de los pájaros. Sonrió y bromeó con sus compañeros durante la clase. Deseaba que llegase el momento de la relajación.
Cuando la profesora puso la música, cada alumno cogió su colchoneta y se tumbó en el suelo. Alicia estiró los brazos con las palmas hacia arriba y comenzó a respirar lentamente. Escucho los sonidos metálicos de los «cuencos tibetanos» y se imaginó volando lejos como si su cuerpo flotase. Como si su alma se alejarse de ese mundo ruidoso he incomprensible. Se sintió flotar y percibió muchas más sensaciones de las que experimentaba con sus simples cinco sentidos. Observó la ciudad vacía y ella volando por aquellas calles sin gente, sin ruido, sin peligros ni desprecios.
−Podéis ir abriendo los ojos −interrumpió la monitora cuando llegó la hora.
Todos los alumnos se levantaron, y recogieron sus colchonetas. Pero Alicia ya no se levantó. Nadie supo jamás que le ocurrió durante esos minutos. Si no fue capaz de encontrar la salida, o si había descubierto un lugar donde hallar la paz.

Estrella Vega
15-10-2019

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